Hoy mi corazón me pedía subir una reflexión no deportiva al blog. Mi mente tenía sus dudas, pero una de las muchas cosas que aprendí el Viernes era a hacer más caso al corazón en caso de dudas.
El pasado Vienes presentamos en el Centro Cultural la Almona el Calendario ADN Solidario 2017 a beneficio de los niños de la Fundación Luis Olivares. Al comenzar el acto tuve la sensación de que había poca gente para un acto de estas características y hubiese deseado que hubiese más, pero otra de las cosas importantes que aprendí este Viernes (aunque ya lo había oído antes pero no había sido capaz de interiorizarlo) fue que la felicidad es la total ausencia de deseo, por lo que en aras de mi felicidad, decidí eliminar ese deseo de mi mente. Ahora, mientras escribo, creo firmemente que estábamos los que teníamos que estar, también porque el Viernes alcancé a entender la genial frase de Steve Jobs de que la vida hay que vivirla mirando siempre hacia adelante, pero que hay que entenderla (conectar los puntos, que decía él) mirando hacia atrás.
Después de echarle un poco de valor y tragarme los nervios (e incluso puede que el miedo) a hablar en público agradezco a todos los que han tenido algo que ver en la creación de este calendario y me lanzo a presentar a Andrés Olivares. No es fácil hablar delante de Andrés, pero como él dice, me miré al espejo, me vine arriba y me dije tú puedes. No sé lo que transmití hacia afuera, pero me sentí muy cómodo y se me hizo hasta corto.
Después de fundirnos en un emotivo abrazo, le cedí el escenario y todos nos dispusimos a escucharlo. Sin querer repetir mi presentación, podríamos decir que Andrés es una persona rebosante de alma, magia y corazón, capaz de cambiar este mundo de locos en el que vivimos. No he podido encontrar ni un solo asistente de los que estuvieron allí el viernes que hayan quedado indiferentes a la exposición de Andrés. Paso a indicar algunas reflexiones con mayor o menor grado de conexión entre ellas, que vienen a expresar lo que puede sentir (con el corazón por supuesto) en este inolvidable acto.
Empiezo por la frase que da título a esta publicación: "Hay que llenar la vida de momentos que te ericen la piel". Yo había escrito en alguna otra ocasión que la vida estaba llena de momentos. Pero en definitiva son estos momentos de la piel de gallina los que hay que vivir, como los que a buen seguro los que estuvimos el viernes allí lo hicimos.
Aunque Andrés no es muy de dar consejos, sólo cuenta su experiencia sin juzgar ni valorar lo que podamos opinar sobre ellas, sí nos pide dos sencillas cosas, que sonriamos (el sonriente lo llamaba uno de sus niños) y que abracemos. Qué abracemos de verdad, como él mismo lo hace, como lo hace Rober, Rosa o como lo hace mi pequeña Daniela que es también mi mejor profesora en esta asignatura que a veces se me hace tan cuesta arriba.
Vivir y decidir con el corazón, como decía al principio. Sólo hay veinte centímetros de distancia física en nuestro cuerpo entre mente y corazón pero todo un infinito en cuanto a los caminos que ambos dibujan. Me quedo también con el consejo que le da a su hija pequeña de hacer lo que el corazón le pida, algo que intentaré también inculcar a los míos y aplicarme en primera persona. De hecho aquí estoy redactando este texto.
La diferencia entre lo natural o normal y lo habitual, algo que siempre he defendido y que ahora gracias a Andrés me ha quedado aún más reforzado. Siempre me he caracterizado por hacer cosas "no habituales" que muchos se empeñan a calificar de "no normales". Con independencia de que la opinión de los demás cada vez tiene menos influencia en mi vida (entiendo que es lo que tiene actuar con el corazón...) Andrés nos habló sobre lo de bajarnos de esa escalera mecánica en la que la sociedad nos coloca, donde se nos guía nuestra actuación hasta límites insospechados. Me viene a la mente una experiencia que cuenta Víctor Kuppers en la sus conferencias, y que he tenido la oportunidad de vivir en primera persona. Víctor propone a sus alumnos de la Universidad que en un momento determinado, llamen a sus madres simplemente para decirles que las quieren (al más puro Stevie Wonder) Por lo que cuenta, las respuestas son muy similares a la que en su día obtuve de mi madre: "Hijo, ¿te pasa algo? ¿te encuentras bien?". Estas respuestas prueban que muchas veces lo natural o normal (que un hijo le diga a su madre que la quiere) está muy lejos de lo habitual (la mayoría de las madres receptoras de estas llamada parecen ser primerizas en este aspecto)
La vida y la muerte. Minutos antes de comenzar la presentación, sentado frente al ordenador para comprobar que un video que después iba a mostrar Andrés me preguntó mirándome a los ojos: "Antonio, voy a hablar de la muerte, estoy viendo que hay niños pequeños... no hay problemas ¿no?"
- "Ninguno, Andrés, el problema es que a los niños no se les habla de la muerte desde pequeños, y deberíamos hacerlo". Ojalá desde el cole les explicaran que la muerte es algo tan natural como la vida, y que no se puede entender una sin la otra. Todavía de adultos, vivimos como si no nos fuésemos a morir nunca, y pasamos nuestro tránsito por las escaleras mecánicas preocupándonos por cosa que al final no tienen importancia ninguna, y nos olvidamos de buscar momentos que nos ericen la piel...
El desapego. Uno de los momentos álgidos de la noche se vivió cuando Andrés explicó con naturalidad total la marcha de Luis. Una vez cumplida su misión en esta vida, que no era otra que explicar a su padre la labor que debía guiar todas sus energías ayudando a los niños que lo necesitaban, nada lo retenía aquí. Era el momento de hablar del desapego, de explicar que nuestros hijos no son nuestros, son de la vida. Si nadie nos pertenece (ni nuestros seres más queridos) no cabe hablar de pérdida cuando se marchan. Primero porque no se puede perder algo que no se tiene, pero sobre todo porque que no podamos verlos y tocarlos no significa que no estén aquí, podemos seguir sintiéndolos con el corazón, porque entre otras cosas son de lo mejor y más bonito de estas vida.
Todas estas reflexiones podrían resumirse en una sola: la vida es sencilla, básica. Somos nosotros los que la complicamos encerrados en esa maldita escalera mecánica que nos arrastra y que tan difícil nos es abandonar. Afortunadamente, los niños aún no han aprendido a complicarla. Nuestra pequeña Carmen, con sólo cuatro añitos, lo entendió perfectamente y lo primero que hizo al día siguiente al levantarse (se marchó dormida del acto) fue levantarse, pedir papel y lápiz y dibujar un corazón verde my grande con patas y un corazón rojo en el pecho. Ellos son nuestra esperanza y nuestro futuro. Nosotros los adultos, mientras seguiremos deambulando por las escaleras...