En un entorno cada vez más cambiante, en un mundo donde la incertidumbre ha llegado para quedarse, cada vez parece cobrar más sentido la preocupación por el futuro. Los conflictos internacionales, las pensiones, el cambio climático, la amenazante recesión… tantos y tantos temas de vital importancia mantienen nuestro foco puesto en el mañana hasta el punto de hacernos olvidar que no hay mañana sin hoy. Nos creemos inmortales y vivimos como si fuésemos a hacerlo de forma eterna, mientras deberíamos hacerlo como si supiésemos que íbamos a morir mañana.
¿Qué haríamos
si nos diesen la noticia de que nos quedan sólo veinticuatro horas de vida? Posiblemente
llamar a ese amigo con el que hace tanto tiempo que no tomamos café, o abrazar
a esa persona que a pesar de estar tan cerca se siente tan sola y decirle que
la quieres, o simplemente ir a la playa y disfrutar de la que sería nuestra
última puesta de sol… posiblemente tantas ideas como personas, pero la mayoría
de ellas (por no decir la totalidad) con un denominador común: sentirnos en el presente, en el hoy, en el
ahora, sin preocuparnos por lo que hicimos ayer o por lo que tendríamos que
hacer mañana. ¿Y por qué esperar a que nos den esa trágica noticia? Una de las
pocas verdades absolutas que existen en esta
vida es que todos vamos a morir. No sabemos el cuándo, pero al final el
momento llegará. Y si no sabemos cuándo, ¿no sería mejor apurar y disfrutar de cada
minuto, de cada segundo? Uno de los lemas de mi filosofía vital es intentar
arrepentirme de lo que he hecho, no de lo que he dejado de hacer. No me
gustaría llegar al final de mis días con una larga lista de cosas por hacer. De
los arrepentimientos por los errores cometidos (por las cosas hechas) seguro
que habrá lecciones por obtener que nos ayudarán a hacernos mejores personas.
Uno de
nuestros principales enemigos a la hora de vivir el ahora es la pregunta “¿Y si…?”
Este permanente freno es el culpable de que muchas veces no sepamos vivir. Y lo
triste, como decía el gran Pablo Ráez no es morir, lo verdaderamente triste es
no vivir mientras estemos por aquí. En relación con esta maldita pregunta que
tantas veces condiciona nuestro ser os dejo un cuento que leí una vez al
magistral Jorge Bucay, llamado “el oso del zar” y que de forma resumida viene a
contar una historia tal que así.
En los tiempos
de la antigua Rusia vivía un zar malvado y temido por todo el pueblo. Era famoso
por sus arbitrarias decisiones que solían acabar con la cabeza de cualquier
súbdito separada de su cuerpo como forma de castigo ejemplar. Odiaba a todos,
sin distinción. Sólo parecía mostrar
cariño por un ejemplar de oso salvaje que desde muy pequeño cuidaba en una
jaula de oro.
Un día, en una
recepción oficial, se le cayó un botón de la saya y ni corto ni perezoso mandó
ejecutar al sastre del reino por el descuido. El sastre pasó la noche en
prisión, a la espera de ser ejecutado al amanecer. Como era una persona de
recursos, se le ocurrió comentarle al guardia que lo vigilaba.
- Vaya, que mala suerte que vaya a ser ejecutado. Ahora que había desarrollado un método con el que podría hacer hablar al oso del zar…
El verdugo,
entre ilusionado por poder comunicar esta excepcional noticia al gobernante y
asustado por la posibilidad de que el zar pudiese tener conocimiento de la misma una vez ejecutado el sastre, lo hizo
saber hasta sus superiores hasta que llegó a oídos del zar. Inmediatamente se
paralizó la ejecución y el mandatario llamó al condenado a su presencia.
- Me han dicho que podrías hacer hablar a mi oso. Estarás bromeando ¿no?
- En absoluto. En un año podría hace que el oso hablase perfectamente. He desarrollado un método infalible.
El zar mandó
llamar a su séquito y ordenó proporcionar alimentos, vestidos y educación para la
familia del sastre durante un año para que éste pudiese dedicarse en exclusiva al
adiestramiento de su mascota. Lo liberó y lo devolvió a su casa con todos los
honores, escoltándolo como si de un alto gobernante se tratase.
Cuando llegó a
casa, su mujer lo recibió entre lágrimas, sorprendida porque no lo hubiesen
ejecutado como estaba previsto. Cuando le contó lo que había pasado, la mujer
cambió la sorpresa y la emoción por indignación y enfado.
- ¿Cómo se te ha ocurrido tremenda locura? ¿Sabes lo que ocurrirá cuando pase un año y el oso no hable? No sólo te van a matar a ti, sino a toda la familia al completo. Quemarán nuestra casa y ejecutarán a todo el que tenga algo que ver con nosotros…
El sastre, que
como había quedado demostrado era un tipo con recursos, le respondió desde la
más absoluta tranquilidad.
- Relájate, por favor. ¿Tú sabes todo lo que puede pasar en un año? Se puede morir el zar, se puede morir el oso, me puedo hasta morir yo… pero además ¿y si el oso habla?
No deberíamos
olvidar nunca a este sastre, para que en esos momentos de preocupación sobre el
futuro, de dudas sobre nuestra capacidad, de incertidumbres sobre nuestro
mañana, acertásemos a preguntarnos: ¿y si el oso habla?