Volvemos a la realidad de la rutina de este mes de Septiembre hablando de señales. Entre las diecinueve acepciones que muestra la RAE para este término me quiero referir a la sexta, la que hace relación a indicio o muestra inmaterial de algo. Como otras veces, voy a aprovechar una experiencia personal para compartir con vosotros la enseñanza que me ha proporcionado.
El pasado 16 de Agosto sufrí una caída en bicicleta que me regaló otras cosas además del golpe. Una inexplicable pérdida de equilibrio (el único argumento que encuentro es que aunque mi cuerpo estaba allí en ese mismo momento mi mente obviamente no lo estaba) dio con mis huesos en el suelo. Afortunadamente, sólo chapa y pintura y un fuerte golpe en el pecho con el acople del manillar que una radiografía posteriormente se encargó de confirmar de que no había roto nada. La adrenalina del golpe me llevó a volver a montarme en la bici y volver a casa una vez que comprobé que aparentemente no había sido nada grave. Primera lección importante. Hay que distinguir entre el corto plazo (la hora escasa que tardé en volver a casa) y el largo plazo (las tres o cuatro horas en las que empezó a dolerme todo).
En relación a esta experiencia no puedo dejar de recordar una frase que se repetía como un mantra en uno de los primeros libros de autoayuda (término con el que no estoy muy de acuerdo, pero uso por su generalización) que leí cuando joven. En “La actitud mental positiva: un camino hacia el éxito” Napoleón Hill decía que “toda adversidad lleva en su interior la semilla de un beneficio equivalente o mayor”. Buen consejo para practicar el optimismo y la resiliencia, cualidades nada desdeñables en el mundo actual. Puede parecer algo extraño, pero ¿es posible encontrar beneficios en un “talegazo” como el que me llevé? Yo creo que sí, de hecho estoy en ello. Paso a enumerarlos:
1) Lo primero es la sensación de gratitud que me invadió tras darme el golpe. En lugar de pensar en lo desgraciado que era por haberme caído (y además de la manera más tonta), me sentí muy agradecido al comprobar (o al menos pensar al principio) que finalmente no había sido nada grave.
2) Me hizo recordar lo frágiles que somos. Vivimos como si fuésemos a hacerlo eternamente, cuando deberíamos hacerlo pensando que podemos morir mañana. Vienen a mi mente las primeras estrofas del magistral pasodoble “Un día te piensas que eres” escritas por el genial Manolo Santander poco antes de partir. A veces pensamos (o al menos yo lo hago) que somos inmortales, y en muchas decisiones y comportamientos que adoptamos en nuestro día a día así lo dejamos ver. Nunca escarmentamos en cabeza ajena, a pesar del sabio refrán de “cuando veas las barbas de tu vecino a afeitar, pon los tuyas a remojar”. A continuación la letra del pasodoble a la que hacía mención.
“Un día tú piensas que eres un ser invencible
Un día tú piensas que eres un ser inmortal
Que lo que les ocurre a los otros en ti es imposible
Hasta que en tu vida se cuela esa enfermedad…”
3) Tener la oportunidad de parar. En un año de locos, en el que sin haber dejado aún atrás esta pandemia, he sufrido la enfermedad (aunque de forma muy leve, es cierto), he vivido momentos muy intensos a nivel profesional, he conseguido sacar adelante la preparación para un triatlón distancia Ironman, finalizándolo, he podido hacer el Camino de Santiago con mi hijo y otras muchas historias “no compartibles” …no veía la oportunidad de parar. El #ShowMustGoOn que representa mi lema vital me empujaba a seguir haciendo cosas, posiblemente sin parar, sin tiempo a descansar para comenzar de nuevo. Ahora no he tenido que convencerme de que era necesario parar. Las circunstancias lo han hecho por mí. La próxima vez que necesite parar intentaré hacerlo por mis propios medios. En relación a este tema hay dos ejemplos que utilizo habitualmente pero que no he sido capaz de aplicar en mis propias carnes. Son las figuras del piloto de coches que no quiere parar para repostar combustible por no parar de dar vueltas al circuito, o la del leñador que tampoco quiere parar para afilar su hacha por no dejar de cortar árboles.
4) Recordando mi publicación del mes anterior sobre el cambio, el parón ha sido una extraordinaria oportunidad para empezar de nuevo, para volver a sentir otra vez esa pasión por lo que hacía (deportivamente hablando). No hay nada como un buen golpe para zarandearte y huir de la rutina. La rutina es el único sentimiento capaz de matar al amor, y con ello la vida, como muestra el cuento popular que os dejo a continuación:
“Un día el odio reunió a todos los malos sentimientos para acabar con el amor de una buena vez. La envidia emprendió su misión, pero fracasó siendo ignorada; la soberbia tampoco pudo contra el amor, cayó derretida; la intolerancia no aguantó los encantos… y así cada uno volvía con el fracaso en el rostro, por lo que decidieron cesar la lucha. En ese momento apareció un sentimiento con el rostro cubierto asegurando que lo iba a derrotar; incrédulos, vieron cómo se marchaba para luego de un tiempo volver con el cadáver del amor. Antes de irse, los demás malos sentimientos atinaron a preguntar cuál era el nombre del único que puede matar al amor, y éste respondió: Soy la rutina.”
5) Me he dado cuenta de lo que tenía antes de perderlo, para valorarlo aún más. Llevo casi quince años haciendo deporte de resistencia prácticamente sin parar. Lo tenía tan integrado en mi vida que disfrutar de ello se había convertido en rutina. Y ya hemos visto en el punto anterior el peligro de la rutina. No poder correr o pedalear me ha devuelto la oportunidad de volver a poder disfrutar de verdad de estas actividades que forman parte de mi vida.
6) ¿Buena suerte o mala suerte? Vuelvo sobre el punto primero en el que hacía mención a la gratitud que sentía en lugar de la desgracia. Podía haberme refugiado en la queja, en el lamento, y haber maldecido mi mala suerte. Pero ¿realmente tuve mala suerte? ¿O debo sentirme afortunado? Como este mes estoy “fácil” con los cuentos, aquí os dejo otro que me dejó bastante impresionado cuando lo leí por primera vez y que habla precisamente sobre la relatividad de la suerte, Aunque es un poco largo, creo que merece “la alegría” (como diría mi amigo Alonso Pulido) su lectura:
“En una aldea de China, hace muchos años, vivía un campesino junto a su único hijo. Los dos se pasaban las horas cultivando el campo sin más ayuda que la fuerza de sus manos. Se trataba de un trabajo muy duro, pero se enfrentaban a él con buen humor y nunca se quejaban de su suerte.
Un día, un magnífico caballo salvaje bajó las montañas galopando y entró en su granja atraído por el olor a comida. Descubrió que el establo estaba repleto de heno, zanahorias y brotes de alfalfa, así que ni corto ni perezoso, se puso a comer. El joven hijo del campesino lo vio y pensó:
– ¡Qué animal tan fabuloso! ¡Podría servirnos de gran ayuda en las labores de labranza!
Sin dudarlo, corrió hacia la puerta del cercado y la cerró para que no pudiera escapar.
En pocas horas la noticia se extendió por el pueblo. Muchos vecinos se acercaron a felicitar a los granjeros por su buena fortuna ¡No se encontraba un caballo como ese todos los días!
El alcalde, que iba en la comitiva, abrazó con afecto al viejo campesino y le susurró al oído:
– Tienes un precioso caballo que no te ha costado ni una moneda… ¡Menudo regalo de la naturaleza! ¡A eso le llamo yo tener buena suerte!
El hombre, sin inmutarse, respondió:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Los vecinos se miraron y no entendieron a qué venían esas palabras ¿Acaso no tenía claro que era un tipo afortunado? Un poco extrañados, se fueron por donde habían venido.
A la mañana siguiente, cuando el labrador y su hijo se levantaron, descubrieron que el brioso caballo ya no estaba. Había conseguido saltar la cerca y regresar a las montañas. La gente del pueblo, consternada por la noticia, acudió de nuevo a casa del granjero. Uno de ellos, habló en nombre de todos.
– Venimos a decirte que lamentamos muchísimo lo que ha sucedido. Es una pena que el caballo se haya escapado ¡Qué mala suerte!
Una vez más, el hombre respondió sin torcer el gesto y mirando al vacío.
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Todos se quedaron pensativos intentando comprender qué había querido decir de nuevo con esa frase tan ambigua, pero ninguno preguntó nada por miedo a quedar mal.
Pasaron unos días y el caballo regresó, pero esta vez no venía solo sino acompañado de otros miembros de la manada entre los que había varias yeguas y un par de potrillos. Un niño que andaba por allí cerca se quedó pasmado ante el bello espectáculo y después, muy emocionado, fue a avisar a todo el mundo.
Muchísimos curiosos acudieron en tropel a casa del campesino para felicitarle, pero su actitud les defraudó; a pesar de que lo que estaba ocurriendo era algo insólito, él mantenía una calma asombrosa, como si no hubiera pasado nada. Una mujer se atrevió a levantar la voz:
– ¿Cómo es posible que estés tan tranquilo? No sólo has recuperado tu caballo, sino que ahora tienes muchos más. Podrás venderlos y hacerte rico ¡Y todo sin mover un dedo! ¡Pero qué buena suerte tienes!
Una vez más, el hombre suspiró y contestó con su tono apagado de siempre:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Desde luego, pensaban todos, su comportamiento era anormal y sólo le encontraban una explicación: o era un tipo muy raro o no estaba bien de la cabeza ¿Acaso no se daba cuenta de lo afortunado que era?
Pasaron unas cuantas jornadas y el hijo del campesino decidió que había llegado la hora de domar a los caballos. Al fin y al cabo eran animales salvajes y los compradores sólo pujarían por ellos si los entregaba completamente dóciles.
Para empezar, eligió una yegua que parecía muy mansa. Desgraciadamente, se equivocó. En cuanto se sentó sobre ella, la jaca levantó las patas delanteras y de un golpe seco le tiró al suelo. El joven gritó de dolor y notó un crujido en el hueso de su rodilla derecha.
No quedó más remedio que llamar al doctor y la noticia corrió como la pólvora. Minutos después, decenas de cotillas se plantaron otra vez allí para enterarse bien de lo que había sucedido. El médico inmovilizó la pierna rota del chico y comunicó al padre que tendría que permanecer un mes en reposo sin moverse de la cama.
El panadero, que había salido disparado de su obrador sin ni siquiera quitarse el delantal manchado de harina, se adelantó unos pasos y le dijo al campesino:
– ¡Cuánto lo sentimos por tu hijo! ¡Menuda desgracia, qué mala suerte ha tenido el pobrecillo!
Cómo no, la respuesta fue clara:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Los vecinos ya no sabían qué pensar ¡Qué hombre tan extraño!
El chico estuvo convaleciente en la cama muchos días y sin poder hacer nada más que mirar por la ventana y leer algún que otro libro. Se sentía muy aburrido pero si quería curarse, tenía que acatar los consejos del doctor.
Una tarde que estaba medio dormido dejando pasar las horas, entró por sorpresa el ejército en el pueblo. Había estallado la guerra en el país y necesitaban reclutar muchachos mayores de dieciocho años para ir a luchar contra los enemigos. Un grupo de soldados se dedicó a ir casa por casa y como era de esperar, también llamaron a la del campesino.
– Usted tiene un hijo de veinte años y tiene la obligación de unirse a las tropas ¡Estamos en guerra y debe luchar como un hombre valiente al servicio de la nación!
El anciano les invitó a pasar y les condujo a la habitación donde estaba el enfermo. Los soldados, al ver que el chico tenía el cuerpo lleno de magulladuras y la pierna vendada hasta la cintura, se dieron cuenta de que estaba incapacitado para ir a la guerra; a regañadientes, escribieron un informe que le libraba de prestar el servicio y continuaron su camino.
Muchos vecinos se acercaron, una vez más, a casa del granjero. Uno de ellos, exclamó:
– Estamos destrozados porque nuestros hijos han tenido que alistarse al ejército y van camino de la guerra. Quizá jamás les volvamos a ver, pero en cambio, tu hijo se ha salvado ¡Qué buena suerte tenéis!
¿Sabes qué respondió el granjero?…
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!”
Después de estas importantes enseñanzas, al menos para mí, quiero volver al concepto de señal que da título y vertebra la publicación. En la medicina del alma, una corriente creada e impulsada por Eric Rolf, se defiende que la vida nos habla a través del cuerpo, y que la enfermedad es uno más de los idiomas que la vida usa para comunicarse con nosotros. La vida nos habla en susurros; si no somos conscientes de su mensaje, nos habla más alto; si aún no sabemos entender o no hacemos caso, nos sigue hablando más y más alto hasta que nos da un grito. Ese grito es el dolor, la enfermedad o el accidente. Con independencia de que podamos o no estar de acuerdo con esta teoría, personalmente me calma establecer una conexión entre algún suceso como el de la caída que dio pie a todo esto, y algo superior que intenta hacerme ver que algo no estoy haciendo bien.
Muchísimas gracias a todos por el tiempo invertido en leer mis humildes palabras, que además este mes creo que ha sido superior a la media. Disfrutad del camino, siempre atento a las señales. Gracias.