Vuelvo a tirar de metáfora deportiva en la publicación de octubre, aprovechando mi experiencia del primer día del mes. Hoy, para cambiar un poco el paso, comenzaré por el cuento que a veces suelo utilizar en mis narraciones.
Como esto va
sobre salir de la zona de confort, no he encontrado mejor historia para
ilustrarla que el suceso que ocurrió en la piscina repleta de cocodrilos de la
mansión de un millonario. Cuentan que un excéntrico adinerado, en una de las
típicas fiestas de la alta sociedad de la que era anfitrión, tuvo la feliz idea
de prometer un premio sin límites a aquel que tuviese la osadía de lanzarse a
la piscina y cruzarla luchando con los hambrientos reptiles. Aún no le había
dado tiempo de finalizar la frase cuando un estruendoso grito finalizó en una
zambullida. A partir de ahí, gritos, chapoteos, castañear de dientes de
cocodrilo y toda una sinfonía de desagradables ruidos que finalizaron con la
respiración entrecortada de un joven que salía arrastrándose por el otro
extremo de la piscina con la ropa (y parte de la piel) destrozada a jirones.
Con la cara desencajada por el esfuerzo y por el pánico, poco a poco fue
incorporándose, con la mirada perdida en el otro extremo de la piscina.
Cuando el propietario de la piscina (y de los cocodrilos) llegó a su altura para concretar con él la definición de su premio, tuvo lugar una conversación similar a ésta:
- Enhorabuena, jovenzuelo. Toda una demostración de valentía y
determinación que le ha llevado a pedir cualquier premio que pueda desear. ¿Una
mansión, un yate, un coche exclusivo, quizás…?
El joven negaba con su cabeza, como clara muestra de rechazo a todo lo que le estaban ofreciendo.
- ¿Dinero? ¿Una vuelta al mundo quizás? ¿Un
viaje al espacio?
El joven continuaba negando, sin apartar la vista de la orilla de la piscina.
- Entonces, ¿qué es lo que quieres? ¿A cambio
de qué has puesto en juego tu vida?
- Lo único que
quiero es saber quién ha sido el mal nacido (eufemismo) que me ha empujado a la
piscina…”
¿Por qué se
tiró el protagonista a la piscina? Resulta obvio. Porque lo empujaron.
Posiblemente ese joven nunca hubiese sido capaz de cruzar la piscina sin ese empujón.
Seguro que hubiese pensado que para él era algo imposible, y además ni siquiera
lo hubiese intentado. Se sentía más que cómodo en su posición de privilegiado
espectador, a la espera de que algún loco saltase y tuviese la oportunidad de
disfrutar del espectáculo. Sin embargo, el empujón le llevó a cambiar de forma
radical su status quo. Había llegado vivo al otro extremo de la piscina, y
ahora una maravillosa oportunidad se abría ante sus ojos: pedir un deseo al
excéntrico millonario, como Aladín con el genio de la lámpara.
Guardando las
distancias, algo parecido fue lo que me ocurrió a principios de mes con la
prueba deportiva en la que competí el día 1 de octubre, y en la que jamás
hubiese imaginado participar. El Desafío Doñana es una prueba combinada,
similar al triatlón, pero con algunas características que la hacen muy
singular. 80 kilómetros en bicicleta, con salida y meta en la bella localidad
gaditana de Sanlúcar de Barrameda, cruce del río Guadalquivir por su desembocadura
y 20 kilómetros de carrera a pie por el inigualable entorno natural del Coto de
Doñana. Destacan el cambio de orden de los segmentos (primero en bicicleta y
después natación), el cruce de la desembocadura de un río en el sector de la
natación, la carrera a pie por la arena de la playa en un escenario más que
privilegiado, y sobre todo un sector de bicicleta, que a pesar de la distancia,
se desarrolla en pelotón, y no de forma individual como es lo habitual en estas
distancias. Es precisamente en este segmento donde se encontraban los cocodrilos
que abarrotaban mi piscina mental. Acostumbrado a entrenar la bici siempre en
solitario, me aterraba la idea de verme inmerso en un pelotón junto a trescientas
personas (curioso, trescientos como el número de espartanos que liderados por Leónidas
desafiaron al numeroso ejército del rey Jerjes en la sangrienta y épica batalla
de las Termópilas, abandonando totalmente su zona de confort)
Acomodado como
estaba en mi zona de confort deportivo, mi respuesta acerca de la carrera
siempre era la misma: “Ni me planteo participar en una prueba en la que se nada
después de recorrer 80 kilómetros en bicicleta a una velocidad de locos dentro
de un pelotón”. Incluso me atrevía a presagiar alguna tragedia algún día, en
base a las negativas experiencias que me llegaban de algunos acomodados también
en la zona de confort. Las caídas en el sector
de bicicleta, la traicionera corriente del río y los temidos calambres en las
piernas provocados por el orden de los dos primeros segmentos y por la
superficie de la carrera a pie eran mis particulares cocodrilos más hambrientos
y agresivos, destacando especialmente el de la bici, como comentaba
anteriormente.
Una vez
establecida la metáfora con los cocodrilos y la piscina, sólo queda ahora definir
al bien nacido que me empujó, y al que tendré que agradecer siempre mi participación
en esta prueba. Mi buen amigo y hermano de la vida Jesús Rey había disfrutado
el año pasado el Desafío Doñana 2021, habiendo vivido una experiencia muy positiva.
A lo largo de este pasado año, la vida se había encargado de golpearle fuerte,
muy fuerte. Ya decía Silvester Stallone que nada golpea más fuerte que la vida,
y Jesús puede dar fe de ello en sus últimos meses. Cuando me llamó pidiéndome
que lo acompañase este año, no le pude (ni realmente le quise) decir que no. Se
la debía, a él y sobre todo a la persona a la que él iba a rendir homenaje en
la prueba.
Así que no
tuvo que empujarme con fuerza. Bastó colocar su mano sobre mi hombro para lanzarme
al agua, avisando a todos los cocodrilos que iba a por ellos, dispuesto a salir
airoso por el otro lado de la piscina. Así que con menos horas de entrenamiento
de las deseadas (los deportistas, por muy malos que seamos, siempre ponemos
esta excusa por delante) me planté en Sanlúcar de Barrameda dispuesto a dejar
atrás mi zona de confort. Sabía que si lo superaba, algo muy positivo estaría
esperándome fuera. Una frase de George Addair que siempre me ha encantado,
fácilmente adaptable a estas circunstancias, se grababa en mi mente como claro
elemento motivador: “Todo lo que siempre has querido tener está al otro lado
del miedo (fuera de tu zona de confort)”
Sin entrar en
muchos detalles de la crónica deportiva, sólo quiero decir que los cocodrilos
mordieron, y bien fuerte por cierto. Nada más comenzar a rodar (en un tramo por
cierto neutralizado) con la bici, verme rodeado de tanta gente, a tanta velocidad,
y sabiendo que las posibilidades de salir sano y salvo de allí estaban fuera de
mi capacidad de control (algo que realmente ocurre en todos los ámbitos de la
vida, pero que amplificamos y sentimos especialmente en condiciones
complicadas) se encendieron todas mis alarmas mentales. Tal fue el nivel de
ruido mental que estuve a punto de abandonar una prueba por primera vez en mi vida, e incluso antes de la salida
lanzada. Afortunadamente, mi “empujador” Jesús tuvo la habilidad suficiente para
calmarme y adaptarse a mis circunstancias. Tras la salida lanzada me dispuse a luchar
con todas mis fuerzas con mis cocodrilos mentales. La falsa seguridad que me
daba rodar a cola del grupo cabecero (cola de león mejor que cabeza de ratón)
con el arcén libre a mi derecha comenzó a regalarme confianza. Poco a poco mis
negras previsiones sobre una posible caída (como decía Séneca, sufrimos más con
lo que nos imaginamos que por lo que sucede en la realidad) que afortunadamente
no llegó se fueron convirtiendo en confianza, seguridad y en diversión, siendo
esto último lo que básicamente busco en el deporte.
La verdadera
experiencia no radica en las casi cinco horas de prueba, sino en la enseñanza adquirida,
aplicable a todos los aspectos de la vida. Éste es uno de los principales
valores del deporte. Lo que aprendes practicándolo lo puedes aplicar en tu día
a día, y la intensidad de la experiencia hace que se quede grabados a fuego y
que no se olvide. La satisfacción y el bienestar experimentados al cruzar la
línea de meta justificaron con creces los mordiscos y arañones que me llevé al
dejar atrás la zona de confort. La lección ya la sabía a nivel de teoría, pero
tenía que vivirla para interiorizarla. Dentro de esta zona se está cómodo, como
su propio nombre indica, pero las cosas más maravillosas suceden cuando la
traspasamos. Y si nuestros miedos atenazan nuestros músculos y no nos permiten saltar
fuera, siempre es aconsejable una mano amiga que nos lance al vacío. Leí una
vez que cuando la vida te empuja al borde del precipicio, en realidad sólo te
está dando la oportunidad de que aprendas a volar.
Como foto que
ilustra la publicación de este mes, una instantánea de la prueba en la que se
me ve a años luz de mi zona de confort, disfrutando e incluso tirando del
pelotón como si llevase toda mi vida haciéndolo. Momentos antes, estaba con la
cabeza hundida en el manillar, y los brazos más tensos que los tirantes de un
puente. Jesús, mi "empujador" oficial parece sorprenderse y disfrutar
igual que yo por mi evolución en tan solo unos minutos.
Gracias por
vuestro valioso tiempo como siempre. Como consejo final (aunque tengo muy claro
que no soy nadie para darlos) salten al vacío y dejen atrás la aburrida zona de
confort. Y si no pueden hacerlo por sí mismos, que alguien les empuje. Se lo
agradecerán eternamente, estoy seguro.
El mes que
viene, si todo va bien, prometo volver con otra lección del deporte,
posiblemente de las mayores que me ha dado en todo el tiempo que llevo
practicándolo.