Hoy vuelvo a utilizar mi blog como altavoz para felicitar a alguien muy especial. Lo hice en su día conmigo cuando superé el medio siglo de vida, después con mi hijo Pablo cuando alcanzó su mayoría de edad, y hoy voy a hacerlo con mi madre, que acaba de cumplir ochenta primaveras.
Ochenta es un número especial, huelga decirlo. Para los que nacimos en la década de los setenta, hablar de esos años es hablar de una época inolvidable. Como canta Melendi en su tema autobiográfico “Yo me veo contigo”, fueron años de inocencia y mercromina, de hombreras, pendientes y rejillas. Superman, Rocky, Indiana Jones, los Goonies, E.T. y Freddy Krueger ocupaban las pantallas del cine, porque por aquel entonces los estrenos de las pelis no se podían ver pirateadas en el móvil (que ni siquiera existía). Y entre tanto héroe de ficción arrasaba una heroína y la moda juvenil era mezclar Coca Cola y aspirina…Se nos fue Lennon, y llegó un tal Ronald Reagan, Maradona miró al cielo y Dios le tendió la mano, y los que tenían la suerte de tener un Atari se dedicaban a matar marcianos… Pero estos fueron mis ochenta, y no los de mi madre. Y a diferencia del gran Paco Umbral, no he publicado este blog para hablar de mi libro, sino del libro de mi madre.
Mi madre ha sido, es y seguirá siendo (espero que por muchos años) básicamente una mujer buena. Creo que es la mejor forma de definirla. Alguien prudente, alejada de conflictos y totalmente entregada a los suyos. Para que os hagáis una idea, comparto con vosotros la curiosa historia de la elección de mi nombre “Antonio Manuel”. Mi padre se llamaba Manuel, al igual que lo hacía mi abuelo materno. La intención de mi madre era tener otro Manolo en casa (imagino que para economizar a la hora de llamarnos y poder avisarnos a los dos de una sola vez). Haberme llamado sólo Manolo hubiese implicado honrar a su padre y no a mi abuelo paterno, que se llamaba Antonio. Así que tema resuelto llamando al niño Antonio Manuel. Esta es la verdadera historia, y no la que me inventé y cuento muchas veces de que mi madre veía una novela venezolana mientras estaba embarazada. Soy tan viejo que en esa época no había ni novelas. UHF y VHF, y además en blanco y negro. Lo del amago de ser bautizado como Carmelo lo contaré en otra ocasión.
Hablando del embarazo, mi madre siempre me cuenta que pasó los casi diez meses (por sus cuentas, lo que os da una idea de que di ruido incluso antes de salir) cosiendo hasta el último momento. Era costurera y cosía los mejores pantalones que se podían hacer para una tienda ubicada en pleno centro de Sevilla llamada Izquierdo Benito, a la que la acompañé muchas veces de niño a recoger telas y patrones y entregar pantalones. Siempre pensó que sería sastre y aunque se equivocó en ello, posiblemente mi buen estilo tradicional a la hora de vestir venga de esa época. O no, los genes pudieron dar un salto esperando a que naciese mi hermano.
Cuando asomé la cabeza tuve la genial idea de pasarme dieciocho meses llorando. Año y medio en el que ella intentaba calmarme pacientemente sin saber muy bien qué me pasaba (ni yo soy capaz de recordarlo hoy en día…) Año y medio en el que mi padre incluso llegó a adscribirse al turno de noche en la fábrica en la que trabajaba o a desplazarse a Antequera para intentar dormir algo.
Después de dejar de llorar me dio por ser un niño enfermizo. Y ella siempre estuvo ahí, preocupada como ninguna e intentando evitarme cualquier signo de sufrimiento. En mi pueblo había un pediatra muy famoso al que siempre digo medio en broma medio en serio que le financiamos con mis consultas la espectacular vivienda que tiene en pleno centro de Dos Hermanas. Vegetaciones, amígdalas (las famosas “bolas” que nos extirparon a casi toda una generación”, reuma, roturas de huesos… Nada grave al fin pero siempre estaba con algún achaque.
Después me dio por pedir un hermano. Como me encontraba un poco solo en comparación con todos mis amigos de esa época decidí no ser hijo único. Y aunque no tengo pruebas, imagino que tuviste que convencer a Papá de que otro llorón podía entrar por las puertas, ahora que ya comenzaba a dejaros un poco de libertad. Afortunadamente lo hiciste y llegó tu Alejandro Jesús, el que fue la alegría de la casa con sus bromas y su poca vergüenza, mientras yo me convertí en un niño tímido y serio que sacaba buenas notas. Cosas de la edad, que cantan los “Modestia aparte”.
Igual que Papá siempre estuviste muy orgullosa de nosotros, sobre todo en lo que se refería a nuestros estudios. Todavía recuerdo cómo te enfadaste conmigo (a tu modo, claro, nada grave…) el día que te enteraste de mis notas de selectividad (sí, en mi época se llamaba así) por otra madre. Para mí era sólo una nota, y estaba más preocupado esos días por los kilos que movía en el gimnasio que por las notas que pudiese sacar.
Fui cumpliendo años con la velocidad inexorable del tiempo, que es la misma durante toda nuestra vida aunque dependiendo de la edad que tengamos la sintamos de forma diferente. Mantuve una relación distante con vosotros, y me di cuenta tarde de lo que significa una madre. Dicen que no aprendemos a ser hijos hasta que no somos padres. Creo que es totalmente cierto. De forma bastante curiosa el Universo se encarga de que el Karma se manifieste haciéndote ver en tus hijos comportamientos que reconoces como tuyos. Y así puedes vivir en primera persona lo que tus padres vivieron hace ya muchos años. Afortunadamente, hay esperanza para el cambio…
Y para complementar y terminar la publicación no puedo usar otra foto que la que escogió mi hermano Ale para felicitarle su cumpleaños en redes. Salimos los dos con ella, que es lo que le gusta. Y es que ella siempre nos ha querido a los dos por igual, a pesar de ser tan diferentes. “Tanto monta, monta tanto” o “qué dedo me corto que no me duela” como tantas y tantas veces nos ha dicho.
Gracias Mamá por ser cómo eres y por haberme aguantado y haberme ayudado a ser la personita que hoy soy, que me consta que no ha sido fácil. Y aprovecho para pedirte perdón por todas las veces que te hice daño, que han sido más de las deseadas. A ver si ahora la gente se va pensar que soy un hijo modelo, nada más lejos de la realidad.
Ahora que sé que tendrás tus ojos llenos de lágrimas cuando leas esto, acuérdate de todas esas veces que te he hecho reír con alguna de mis ocurrencias. Espero que sigan siendo muchas más.
Felicidades y te quiero una “jartá”. Como cantaba Carlos Vives, nuestro amor es tan profundo, que tú eres mi consentida y que lo sepa todo el mundo.
Gracias a todos como siempre por vuestro tiempo y volvemos en pleno verano.