Tomo
prestado parte del título de uno de los geniales cuentos del gran Jorge Bucay
que tanto me ayudaron en el pasado. En el círculo del 99, al que algún día
debería dedicar una publicación completa, un joven ve cómo se arruina su vida
al encontrar una bolsa con 99 monedas de oro. Noventa y nueve, y no cien. Un experimentado maestro le deja el
regalo, consciente de que el joven se preocupará más por encontrar la moneda
que presuntamente le falta que por disfrutar las 99 que ha recibido. Porque
pensamos que 99 no es un número redondo. Porque pensamos que 100 sí lo es. Y
vivimos presuponiendo que la vida es tan perfecta como redonda.
Los
101 son mucho más que una carrera. Al contrario de lo que decía el cuento de
Jorge, no le sobra ni le falta nada. 101 son los kilómetros que la Legión
conmemora como recuerdo de la gesta protagonizada por unas unidades legionarias
que no dudaron en hacer gala de su Espíritu de Marcha y recorrieron esa
distancia entre el frente y Tetuán para socorrer a la Ciudad de Melilla.
Mi
historia con los 101 viene de muy atrás. De hace casi 20 años. Por aquel
entonces, además de joven, era más imprudente que hoy. Después de haber
completado la peregrinación a Santiago de Compostela en bicicleta de montaña
junto a mi amigo Isidro, pensé que haber recorrido mil kilómetros por la Ruta
de la Plata equivaldría a hacer diez veces esta prueba. Me apunté al año
siguiente, en unos años en los que aún no existía la locura que supone hoy conseguir
dorsal. Y junto a mi otro amigo Javier nos inscribimos. A última hora, un
problema de salud en casa impidió que me desplazase a Ronda. Javier sí lo hizo, y sus comentarios me “acongojaron”
tanto que decidí que no haber ido había sido un regalo del destino. No volví a
intentarlo. Hasta que años después el deporte volvió a mi vida disfrazado de
triatlón y de carreras largas. Hacer los 101 era una de las cosas que
rellenaban esa lista eterna de cosas que hacer antes de morir. Una lista que, a
pesar de que cada vez soy más viejo, cada vez recoge más cosas… Año a año me preinscribía y cuando llegaba el
momento del “sorteo”, con varios dispositivos “a la misma vez” golpeaba una y
otra vez las teclas del ordenador o la pantalla del móvil (o las dos) esperando
que alguna vez la pantalla me devolviese el mensaje de que había obtenido
plaza. Pero no podía ser. Y este año, cuando menos fe tenía en conseguirlo,
cuando sólo probé con el ordenador y de forma casi apresurada porque quería
irme a desayunar con María, el destino me regaló una plaza, primero en MTB (lo
que casi me provoca una decepción mayor que cuando no la conseguía) para
aclararse posteriormente el error de la plataforma y confirmarme que estaba
inscrito como marchador.
Ese domingo 21
de enero comenzaba oficialmente mi andadura hacia esta edición. Es la primera
parte de esta aventura. La de ponerse en su línea de salida con un dorsal, que
visto lo visto, tiene casi tanto mérito como la de cruzar la línea de meta
dentro del horario establecido. A cuatro
meses vista quedaban muchos deberes por hacer. En poco menos de un mes tenía mi
cita anual con la maratón de Sevilla, donde volvería a correr con mi amigo
Cristian en un evento que repetiré mientras mi salud me lo permita. Con el
fondo acumulado necesario para esta prueba y tras haberme medianamente
recuperado de la misma, comencé a introducir caminatas cada vez más largas para
acostumbrar a mi cuerpo, pero sobre todo a mi mente, a ese ritmo de carrera.
Aproveché el traslado de nuestras oficinas de Minifunkids a la Ciudad del
Conocimiento de Dos Hermanas para caminar la distancia desde mi casa (4,5
kilómetros) hasta en dos trayectos de ida y vuelta diarios. Esos dieciocho
kilómetros diarios (aunque de forma intermitente) se unían a otros
entrenamientos, especialmente los fines de semana, haciéndome superar la
barrera psicológica de los cien kilómetros a pie (que no corriendo) por semana.
Algo que para muchos será una anécdota, pero que para mi estilo de vida y mi
edad supone un verdadero reto.
Superada
la fase de entrenamiento y preparación, que es bastante más dura que la de la
carrera en sí, me presenté en Ronda el amanecer del sábado 11 de mayo. Dispuesto
a disfrutar, a pasarlo bien, a dejar el tiempo encerrado en el reloj y a vivir
la experiencia. Viaje de ida esa misma mañana en coche con Jesús y con David,
que ya iba por su tercera edición, con los nervios propios de la situación. De
todas formas tengo que reconocer que con el tiempo han cambiado un poco las
sensaciones que vivo cuando me enfrento a una prueba de estas características. El
nerviosismo descontrolado con el que me enfrenté a mi primera Maratón en Milán
en 2012, o a mi primer Ironman en 2013, se ha convertido en cierta prudencia, e
incluso algunas veces en un exceso de calma tensa que se podría confundir
incluso con falta de motivación. Es verdad que estas locuras, por cuestiones
logísticas, siempre las llevo a cabo sin la participación de mis Capitanes de
Carros de Fuego, y es algo cada vez más difícil de gestionar. De todas formas,
basta con sentir el pistoletazo inicial para comenzar a vivir la aventura y a
disfrutarla, de una forma que quizás no la hacía antes. Ser más prudente y
medir más los riesgos me permiten experimentarla en otra dimensión. Una
dimensión que como siempre excede la puramente deportiva. Enfrentarte a estos
retos te proporciona unas herramientas y habilidades difíciles de obtener de
otra forma. La fuerza de voluntad, la resiliencia, la determinación, la
actitud, el compañerismo… son valores que salen reforzados de estas pruebas y
que se hacen parte de tu ADN para afrontar otras situaciones de la vida. No hay
pitch, reunión de negocios o proyecto que parezcan insalvables cuando has
completado 101 kilómetros por la serranía de Ronda en menos de 24 horas.
Si
a todo lo anterior le sumas que has completado la prueba en compañía de muy buenos
amigos, Jesús Rey (más bien casi hermano, o primo, porque desde muy pequeñito
ha formado parte de mi familia, aún sin compartir apellidos), Juan Luis Muñoz (con
quien he tenido el placer de compartir aventuras deportivo solidarias maravillosas
gracias a su #RetoPichón) y a los amigos sanluqueños Alberto y Rubén (a quienes
también considero mis amigos, porque como decía aquella canción de mi juventud,
los amigos de mis amigos son mis amigos) la experiencia es máxima. Soy
consciente de que mi aspecto social es una de mis muchas facetas que necesitan
mejorar, como las notas de los niños. Mi apretado ritmo de vida hace que
dedique a mis amigos mucho menos del tiempo del que debería. No todos pueden
acompañarme en estas locuras, pero con los que tengo el lujo de compartir este
tiempo (poco más de veintiuna horas y media para ser exactos en esta edición)
intento compensar un poco.
No
voy a entrar mucho en detalles deportivos, porque tampoco creo que sean los más
importantes. Durante esas horas hemos reído (mucho) hemos estado a punto de
llorar en más de una ocasión (incluso alguna que otra lágrima se ha escapado
por ahí), hemos disfrutado y sufrido a la vez, como en la vida misma. Esas
horas me han vuelto a enseñar el verdadero significado de palabras como
amistad, compañerismo, fuerza, honor, determinación, respeto, resiliencia,
voluntad... Me han hecho conocer a mi amigo “Paco de Tarragona” un “cientounero”
mayor que yo y con bastantes ediciones a sus espaldas. Él me regaló su crema
para las rozaduras sin conocerme de nada, y con él mantuve una más que animada
conversación durante casi la última hora que nos llevó hasta el Cuartel. Un
Cuartel repleto de legionarios que mostraban una solidaridad y amabilidad sin
límite con todos los participantes que llegábamos hasta ese punto que rompe la
carrera en dos, la parte fácil que acabábamos de dejar atrás (70 kilómetros de
calentamiento) y la parte complicada que nos quedaba por delante (31 kilómetros
que debían llevarnos hasta la mágica meta de Ronda). Me han recordado que las mejores experiencias
no se planifican, y así me han regalado unos 30 últimos kilómetros finales
inolvidables junto a mi amigo Juan Luis Muñoz Escassi (sí, el del incombustible
reto Pichón) que me ha hecho vivir momentos repletos de magia. Sin separarnos
más de un par de metros uno del otro, porque entre otras cosas mi frontal no
era capaz de iluminar ni la pantalla de mi reloj, y recorrer ese terreno a
oscuras era más que una temeridad. Kilómetros de silencios eternos, tan sólo
rotos por el ritmo de nuestra entrecortada respiración y por el rítmico golpear
de los bastones en el suelo, de conversaciones trascendentales y de miradas
cargadas de significado. Me ha hecho sentirme parte activa de su #RetoPichón,
que este año colabora con Sisu, la Asociación Andaluza de Cuidados Paliativos Pediátricos.
Con el lema de “Aire”, busca aportar fondos a esa asociación que permitan a
esos padres respirar para seguir cuidando. Esta prueba iba dedicada a Adrián,
un nombre que tuvimos que invocar en más de una ocasión para que nos diese fuerza
para seguir.
En tantos kilómetros los fantasmas han llegado
a mi mente en más de una ocasión, pero como puse en su día en mi anterior
publicación en redes sobre esta prueba, cuando tuve la tentación de rendirme
inmediatamente pensé en porqué había comenzado esto. Esos 101 nombres
(imaginarios e ideales) de niños a los que ayudar desde Minifunkids eran la
mejor motivación posible. Tenía que llegar a esa meta y desplegar esa bandera
por ellos. Cuando lleguen las curvas en el camino, que tendrán que llegar,
acordarme de este momento será una inyección de moral de incalculable valor.
Me cuesta
trabajo cortar pero no quiero que a los posibles lectores de esta publicación
se les haga más larga que mi aventura en los 101. No quiero que falte ni que
sobre nada. Si acaso, finalizar con una petición para que os intereséis en lo
que significa el Reto Pichón y que colaboréis en la medida de lo posible. La causa
lo merece.
Gracias
infinitas a todos. Cada día tengo más claro que esto es un tema de equipo.
Causalmente el otro día llegaba a mi correo una imagen motivadora en la que
decía que el éxito es un deporte de equipo. En soledad no hubiese sido capaz ni
de inscribirme a la prueba. Ahora tengo otra locura entre ceja y ceja (en el
poco espacio que me queda libre). Aunque no depende de mí, y es hasta más
complicada que la meta que acabo de cruzar, me pongo con ello. El día que deje
de tener ilusiones y sueños por cumplir, dejaré de vivir. Por cierto, ahora ya
puedo decir que soy “cientounero”. El 101 es un número completo. No le sobra ni
le falta nada. Este mes la foto adjunta tampoco
necesita muchos comentarios. Después de casi 22 horas caminando se puede seguir siendo feliz. Gracias.