Hace justo un año compartía por aquí mi primera experiencia en los 101 kilómetros de Ronda. Hoy, un año después, vuelvo a ese mismo punto, con las zapatillas llenas de tierra, el alma más ligera y el corazón cargado de historias. Esta crónica no es solo el relato de una prueba deportiva. Es una reflexión vital. Una metáfora con mochila.
Porque los 101
no son solo una carrera. Son un espejo donde se refleja lo que somos: nuestras
dudas, nuestros sueños, nuestros miedos, nuestros límites... y esa voz interior
que igual que se encarga de hacernos dudar sobre nosotros mismos siempre nos
empuja un paso más allá.
Este año me
enfrentaba de nuevo al reto con menos ilusión que el año pasado. Quizás porque
no creí que tendría suerte en el sorteo, quizás porque el cuerpo ya recordaba
lo duro que fue la aventura y las horas de entrenamiento que llevaba de menos
me hacían dudar sobre mi desempeño. Pero la vida, caprichosa y sabia a la vez,
quiso que el azar me diera una plaza y el corazón hiciera el resto. Y ahí
estaba otra vez en esa mágica línea de salida: zapatillas puestas, mochila en
mis espaldas y ese cosquilleo de quien sabe que va a vivir algo grande.
La preparación
fue menos metódica que la del año anterior. Más lluvia, más dudas, menos
kilómetros. Pero también más calma, más aprendizaje y más confianza en lo
esencial: presentarte en la línea de salida con lo que tienes y con lo que
eres.
Por fin llegó
el ansiado día: 10 de mayo. Como si el tiempo se doblara sobre sí mismo, me
encontré rodeado de miles de personas que, como yo, habían decidido regalarse
una experiencia única. Algunos para superar miedos, otros para cumplir
promesas. Todos, para vivir.
Volvíamos a
ser cinco en la salida. Volvimos a ser dos tras el Cuartel. Bueno, dos y medio…
porque esta vez se nos unió un ángel de la guarda con cámara en mano que hizo
mágicos los últimos kilómetros.
El paisaje
este año estaba de postal: campos verdes, senderos salpicados de charcos, la
temperatura perfecta y esa sensación de que el mundo, por unas horas, se
alineaba contigo.
Setenil nos
regaló uno de esos momentos que se graban en la piel: bailando “Saturday Night”
como si no lleváramos cincuenta kilómetros encima. Porque la alegría también
forma parte del camino.
Pero, como
bien dicen los veteranos, los 101 son dos carreras en una. La primera
para disfrutar y calentar hasta el kilómetro 70. La segunda, una travesía del
alma que pone a prueba tu fuerza interior.
Y ahí, en esa
segunda parte, es donde se cocina de verdad la historia. Donde el cuerpo se
queja, los pies arden y las bajadas se convierten en castigos. Donde te
preguntas si seguir tiene sentido… y justo entonces descubres que sí, lo
tiene. Porque lo estás haciendo por algo mucho más grande que tú.
Y cuando por
fin divisas Ronda, sabes que la cuesta final —la famosa Cuesta del Cachondeo—
es mucho más que una subida: es la metáfora perfecta del esfuerzo final, del
“ya casi estás”, del “no pares ahora”. Y al girar a la izquierda, justo como el
año pasado, ahí estaba el amanecer. Y ahí estaba también Damián, el
fotógrafo de la edición anterior, apuntándome con su cámara como si el
tiempo no hubiera pasado. Nos reconocimos. Nos saludamos. Y en ese instante
entendí que la vida tiene sus propios guiones secretos.
Los últimos
metros no los corrí (bueno, en realidad los últimos kilómetros). Los saboreé.
Me envolví en mi bandera —llena de los logos de quienes dan sentido a mi
camino— y me dejé llevar por los aplausos. Respondí a cada uno con un “gracias”
que me salía desde lo más profundo. Porque aunque la experiencia comienza al
cruzar el arco de salida, la verdadera transformación sucede durante el camino.
Al llegar,
Chito, la voz inconfundible de los 101, mencionó a la Fundación Donando Vidas y
a la visera Tricaletera. Y ahí, bajo ese arco, sentí que no había terminado
nada. Que en realidad, todo volvía a empezar. Como decía mi hija Daniela:
“el fin es el principio de algo nuevo”.
Los 101 de
Ronda no son una prueba física. Son una prueba de vida. Una lección constante
de humildad, resistencia y gratitud. Y este año, más que nunca, me quedo con
una frase que lo resume todo:
“Si quieres ir
rápido, ve solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado.”
Gracias
infinitas a cada voluntario, a cada compañero de carrera, a cada mirada que animó
desde la cuneta. Y gracias, especialmente, a Alejandro Navarro —que con su
bicicleta adaptada visibilizó el autismo de forma heroica— y a Lucas, ese
luchador anónimo de 50 años que, incluso tras perder el conocimiento, solo
pensaba en seguir adelante.
Porque en los
101, como en la vida, no siempre gana el más fuerte. Gana quien no se rinde.
Quien sabe que el dolor pasa, pero lo vivido se queda para siempre.
Para acompañar
la publicación de este mes no he encontrado mejor imagen que este montaje que
como cantaría el mismísimo Chiquetete, refleja mi transitar en el mismo sitio,
a la misma hora, camino de meta. Ese Déjà vu magistralmente captado en el objetivo de Damián, de Fotógrafos Solidarios
de Ceuta.
Gracias por
estar al otro lado. Gracias por leer hasta aquí. Y sobre todo, gracias por
seguir soñando. Nos vemos en junio, con nuevas metas, nuevas aventuras… y el
corazón en modo “finisher”.