Leía hace poco más de un mes en una newsletter sobre estoicismo (corriente filosófica sobre la que ya he escrito en alguna ocasión) acerca del segundo aniversario de la pandemia que ha zarandeado el mundo en los últimos tiempos. Era una auténtica reflexión sobre si esta situación nos había hecho mejores o peores personas. Éste es un tema que también se convirtió en tendencia durante gran parte del tiempo. Quizás influenciados por esta filosofía, pensábamos que el virus era sólo una prueba más que confirmaría nuestra posibilidad de avanzar como especie.
En el escrito al que hacía referencia el autor se hacía un paralelismo entre lo vivido recientemente y la plaga que asoló Roma en el 165 A.C., gobernada entonces por Marco Aurelio. La peste antonina, una epidemia de sarampión o viruela que asoló el Imperio Romano, fue llevada por las tropas que regresaban de la guerra pártica de Lucio Vero en Mesopotamia. Marco Aurelio se lo tomó como una prueba cuyo resultado sólo podría llevarlo a ser mejor o peor persona. La decisión de cultivar virtudes como la voluntad, la justicia, la templanza o la sabiduría, o caer en vicios como el miedo, el egoísmo, la ignorancia y la imprudencia era sólo suya, con independencia de lo que estuviese ocurriendo a su alrededor. El emperador decía que la pandemia podía llevarse tu vida de la misma forma que podía destruir tu carácter. Este análisis de reflexión interior que proponen los estoicos nos debería llevar a concluir si la pandemia nos ha convertido en mejores o peores personas.
Dos años después, y aunque no me gusta generalizar, tengo mis serias dudas sobre la evolución de la humanidad. Más correcto sería decir que no tengo dudas, creo que tengo bastante claro en qué sentido hemos ido evolucionando. Basta con echar un vistazo a las últimas noticias para confirmarlo. Uno de los efectos negativos más significativos que he observado en los demás (y en mi propia persona) es la pérdida casi total de la capacidad de sorpresa.
Llevamos dos años tan castigados por este virus que ha hecho mella no sólo en nuestros sistemas inmunológicos, que da la sensación de que uno de los puntos vitales que nos ha dañado ha sido nuestra capacidad de sorprendernos, y con ello de aprender. Los primeros días asistíamos ojipláticos a las cifras de contagiados y fallecidos que se nos clavaban como espadas. En la última ola, a pesar de que Omicrom elevaba la cifra de contagiados a niveles hasta entonces desconocidos, eran otras emociones distintas al asombro y a la sorpresa las que nos acompañaban, o al menos esa ha sido mi percepción.
La capacidad de asombro se entiende como la facultad de las personas para sorprenderse ante lo nuevo y aprender de ello. Esta capacidad se vincula también a la adaptación de los individuos ante un entorno cambiante, ya que el asombro deriva de un cambio de las expectativas. Si nos quedamos sin capacidad de asombro capamos de raíz una de nuestras fuentes de aprendizaje, y particularmente soy de los que piensa que morimos el día en que dejamos de aprender. Por otro lado, si el asombro estimula la adaptación antes los cambios del entorno, creo que no hay peor momento que el actual para perder esa capacidad.
Albert Einstein, una de las mentes más prodigiosas que ha contemplado la historia, dejó una frase bastante inspiradora al respecto: “Uno no puede dejar de asombrarse cuando contempla los misterios de la eternidad, de la vida, de la maravillosa estructura de la realidad. Es suficiente tratar de comprender un poquito de este misterio cada día; nunca perder esa sagrada curiosidad”. También nos decía que “Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro”. De la veracidad de esta segunda frase desgraciadamente tenemos pruebas casi a diario que la confirman.
El asombro, junto con la gratitud y la inspiración, se consideran como emociones trascendentes, porque nos llevan a ver más allá de nosotros mismos, sintiéndonos parte de algo muy superior, como la naturaleza o la humanidad. Psicológicamente, el asombro o la sorpresa surgen en nuestro cerebro cuando lo que contemplamos, sentimos o vivimos no cabe dentro de nuestras estructuras mentales y necesitamos ampliarlas o cambiarlas. Además de confundirnos inicialmente, el asombro nos llevará posteriormente a un renacimiento con un crecimiento inducido por esa experiencia que ha ampliado nuestro mapa mental. Los beneficiosos “daños colaterales” provocan mejores personas, más altruistas y entregadas al prójimo.
Emocionalmente hablando, la sorpresa es una emoción bastante singular. Además de tener un enorme potencial, porque enfoca todos nuestros recursos en lo que está por venir y así nos permite afrontarlo mejor, se trata de una emoción efímera y neutra. Efímera porque tan sólo dura unos segundos para desvanecerse y convertirse en otra emoción en función de lo que nos provoca la sorpresa. Neutra porque no es ni positiva, ni negativa, esta polaridad sólo se manifiesta en la emoción que desencadena. Así, que nos sorprenda algo positivo nos llevará a sentir alegría, felicidad, plenitud… y que lo haga algo negativo nos conducirá hasta la tristeza, la ira o el asco.
El verdadero potencial de la sorpresa se encuentra en su capacidad para parar todos los pensamientos bruscamente y enfocarnos en el estímulo sorprendente como decíamos antes. Dejar la mente en blanco, especialmente cuando está enredada en pensamientos negativos, como lo hace la mayor parte del tiempo. La sorpresa puede generar este reinicio inmediato que tan positivo puede resultar. Desviar la atención hacia el elemento que nos sorprende también nos puede ser de mucha utilidad. Este recurso es usado a veces en educación (me temo que con menos frecuencia de lo deseada) para que los alumnos presten toda su atención hacia aquello que el docente pretende explicar. En el proceso cognitivo la sorpresa trabaja aspectos tan fundamentales como la flexibilidad cognitiva, la anticipación, el razonamiento, la empatía, las emociones o el control emocional y la reflexión. También en un proceso de comunicación puede ser de gran ayuda para captar la atención de nuestra audiencia o nuestro interlocutor.
Una faceta bastante triste de los momentos actuales es que ante situaciones como la invasión de un país "vecino" como Ucrania, las sorprendentes y trágicas noticias parecen haber ido endureciéndonos la piel y me da la sensación que cada vez nos sorprenden menos. En las últimas semanas, hemos visto negociaciones inimaginables entre países tradicionalmente enemigos, ataques a civiles que parecían cosas del pasado o de películas de terror, y tantos y tantos sucesos diariamente que desfilan ante nuestros sentidos, endurecidos tras tanto horror.
En el aspecto personal, escribir estas líneas me ha servido para recuperar en parte mi castigada capacidad de sorpresa. Reinterpretar le realidad, contemplándola con mayor detenimiento, me ha permitido disfrutar del asombro con las cosas pequeñas, como una puesta de sol, las nubes en el cielo, el cumple de mi hija Daniela, mis carreras con los Carros de Fuego… Son cosas rutinarias que aparentemente damos por hechas pero que, volviendo al pensamiento estoico (con lo que cerramos el círculo) nunca sabemos cuándo puede ser la última vez…
Y por último, para ilustrar la publicación con una imagen, he encontrado esta imagen de este precioso bebé sorprendido por lo que acontece ante sus ojazos. Nada como volver a ser un niño para recuperar esa capacidad de sorpresa.
Intentaré sorprenderos en próximas publicaciones, para no ir más lejos en la del mes de Mayo. Gracias por vuestro tiempo como siempre y nos “vemos” pronto.
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